INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA POR JUAN
CALVINO - LIBRO CUARTO CAPÍTULO XII
DE LA DISCIPLINA DE LA IGLESIA,
CUYO PRINCIPAL USO CONSISTE EN LAS CENSURAS Y EN LA EXCOMUNIÓN
1. Necesidad y utilidad de una
disciplina en la Iglesia
La disciplina eclesiástica,
cuya exposición se ha diferido hasta este
lugar, se explicará en pocas palabras, a fin de
poder pasar en seguida a lo que resta.
Esta disciplina en su mayor parte depende del poder de las
llaves y de la jurisdicción
espiritual. Para mejor entender esto, dividamos la Iglesia en dos órdenes principales: clero y pueblo.
Llamamos clérigos,
según se los designa corrientemente, a
los que sirven a la Iglesia en algún
ministerio público. Primeramente,
hablaremos de la disciplina común, a la
que todos han de estar sujetos. Luego trataremos del clero, que además de la común, tiene otra propia.
Mas como algunos, por el odio a la disciplina, aborrecen aun
el nombre de la misma, han de entender bien esto: si no hay sociedad ni casa,
por pequeña que sea la familia, que
pueda subsistir en buen estado sin disciplina, mucho más necesaria ha de ser en la Iglesia, que debe mantenerse
perfectamente ordenada. Así como
la doctrina salvadora de Cristo es el alma de la Iglesia, así la disciplina es como sus nervios,
mediante la cual los miembros del cuerpo de la Iglesia se mantienen cada uno en
su debido lugar. Por ello, todos los que desean que no haya disciplina o
impiden que se establezca o restituya, bien sea que lo hagan deliberadamente,
bien por inconsideración,
ciertamente éstos tales procuran la ruina
total de la Iglesia. Porque, ¿qué sucederá si a cada uno le es lícito
hacer cuanto se le antojare? Pues esto es lo que sucedería si a la predicación de la
Palabra no se juntasen las amonestaciones privadas, las correcciones, y otras
ayudas semejantes que echan una mano a la doctrina para que no quede sin
eficacia. Así que la disciplina escama un
freno con el que son detenidos y domados los que se revuelven contra la
doctrina de Cristo; o como un aguijón que
estimula a los que son negligentes o perezosos; o a veces, a modo de castigo
paterno, para castigar con clemencia y conforme a la mansedumbre del espíritu de Cristo, a los que han faltado
gravemente.
Vemos, pues, que es el principio cierto de una gran
desgracia para la Iglesia, no tener cuidado ni preocuparse de mantener al
pueblo en la disciplina, y consentir que se desmande; por lo cual la misma
necesidad clama que es menester poner remedio. Ahora bien, éste es el único remedio que Cristo mandó, y que
siempre estuvo en uso entre los fieles.
2. a. Grados de la disciplina:
admoniciones privadas
El primer fundamento de la disciplina es que las
amonestaciones privadas no sean letra muerta; quiero decir, que si alguno no
cumple con su deber voluntariamente, o se conduce mal y no vive honestamente, o
hace algo digno de reprensión, que
tal persona consienta en ser amonestada; y que cada uno, cuando el asunto lo
requiera, amonesta a su hermano. Sobre todos, los pastores y presbíteros velen por esto; pues su oficio
no es solamente predicar al pueblo, sino también
amonestarlo y exhortarlo en particular en sus casas, cuando la doctrina
expuesta en común no les ha aprovechado; Como
lo muestra san Pablo cuando dice que él había enseñado por
las casas (Hch. 20:20); Y protesta que está limpio de la sangre de todos, porque
no había cesado de amonestar a cada
uno con lágrimas, de día y de noche (Hch.
20:26—27:31). Porque la doctrina tendrá fuerza y autoridad, cuando el
ministro no solamente exponga a todos en común lo
que deben a Cristo, sino también
cuando cuenta con el modo de pedir esto en particular a los que viere que no
son muy obedientes a la doctrina, o negligentes en su cumplimiento.
Amonestaciones públicas.
Si alguno obstinadamente desechara tales amonestaciones, o prosiguiendo en su
mala vida, demostrare menos preciarlas, manda Cristo que este tal, después de ser amonestado por segunda vez
delante de testigos, sea llamado ante el juicio de la Iglesia, para que si
tiene respeto a la Iglesia se someta a su autoridad y obedezca.
Excomunión.
Mas, si ni siquiera así se
consigue dominarlo, y persevera en su maldad, entonces ordena el Señor que a este individuo, como
despreciador de la Iglesia, se le arroje de la compañía de los fieles (Mt. 18:15-17).
3. Diversos cases de pecados:
pecados ocultos y pecados notorios
Mas como Jesucristo habla allí solamente
de lo vicios secretos, debe establecerse
la distinción entre pecados secretos y
pecados públicos y de todos conocidos.
De los primeros dice Jesucristo a cada uno en particular:
"Repréndele estando tú y él
solos" (Mat. 18:15).
De los pecados notorios dice san Pablo a Timoteo: "Repréndelos delante de todos, para que los
demás también
teman" (1 Tim. 5:20).
Porque Jesucristo había dicho
antes: "Si pecare contra ti tu hermano. . .", frase que no puede
entenderse sino en el sentido de: si lo sabes tú solo,
de modo que no haya nadie más que
lo sepa.
Respecto al mandato del Apóstol a
Timoteo de reprender en público a
los que pecan públicamente, él mismo lo hizo así con Pedro. Porque como éste pecase con escándalo público,
no le amonestó en privado, sino públicamente "delante de
todos" (Gál. 2:14).
Por tanto el recto orden y el buen proceder consistirá en actuar conforme a los grados que
Cristo ha establecido cuando se trata de pecados privados; y en los pecados públicos proceder derechamente a la
corrección solemne de la Iglesia, si
el escándalo es público.
4. Faltas ligeras y
crímenes
patentes
Hay que establecer además otra
división. Hay pecados ligeros, y
otros que son crímenes o vicios horrendos.
Para corregir éstos últimos no solamente es necesario
amonestar o reñir, sino que se debe usar un
remedio mucho más severo, como lo muestra san
Pablo, quien no solamente castiga de palabra al incestuoso de Corinto, sino que
además lo excomulga, tan pronto como
supo con certeza el crimen que había
cometido (1 Cor. 5:4-5).
Ahora, pues, comenzamos ya a ver mejor de qué manera la jurisdicción espiritual de la Iglesia, que,
conforme a la Palabra de Dios castiga los pecados, es un buen remedio para su
bienestar, fundamento del orden y vínculo
de unión. Así que cuando la Iglesia eche de su compañía a los que manifiestamente son adúlteros, fornicarios, ladrones,
salteadores, sediciosos, perjuros, testigos falsos, y otros semejantes; e
igualmente a los obstinados, que, amonestados debidamente de sus faltas, aunque
sean ligeras, se burlan de Dios y de su juicio, no usurpa cosa alguna contra la
razón o la justicia, sino que simplemente
se sirve de la jurisdicción que
el Señor le ha dado.
Y para que nadie menosprecie el juicio de la Iglesia, o
tenga en poco el ser condenado por la sentencia de los fieles, el Señor ha declarado que esto no es más que una proclamación de su misma sentencia, y que es
ratificado en el cielo lo que ellos hubieren determinado en la tierra (Mat. 16:19; 18:18; Jn .20:23). Porque tienen la
Palabra del Señor para condenar a los
perversos; y tienen esa misma Palabra para devolver Su gracia a los
arrepentidos.
Por tanto, los que piensan que las iglesias pueden subsistir
mucho tiempo sin el reinado de la disciplina, ciertamente se engañan grandemente, pues no podemos
prescindir del castigo que el Señor nos
indicó como cosa necesaria. Y se ve
mejor cuánta necesidad tenemos de
ella, por los muchos usos que de la misma se hace.
5. Fines de la
disciplina:
1°. No
profanar la Iglesia y la Cena.
Tres son los fines que la Iglesia persigue con semejantes
correcciones y con la excomunión.
El primero es para que los que llevan una vida impía y escandalosa no se cuenten, con
afrenta de Dios, en el número de
los cristianos, como si Su santa Iglesia fuese una agrupación de hombres impíos y malvados. Porque siendo ella
"el cuerpo de Cristo" (Col. 1:24), no puede contaminarse con
semejantes miembros corrompidos sin que alguna afrenta recaiga también sobre la Cabeza. Y así, para que no suceda tal cosa en la
Iglesia, de la cual pueda provenir algún
oprobio a Su santo nombre, han de ser arrojados de su seno todos aquellos cuya
inmundicia podría deshonrar el nombre de
cristiano.
Hay que tener también en
cuenta la Cena del Señor; no
sea que dándola indiferentemente a
todos"; sea profanada. Porque es muy verdad que el que tiene el cargo de
dispensar la Cena, si a sabiendas y voluntariamente admite a ella al que es
indigno, cuando por derecho debía
privarle de ella, él mismo es tan culpable de
sacrilegio, como si hubiera echado el cuerpo del Señor a los perros.
Por esto san Juan Crisóstomo
reprende severamente a los sacerdotes que temiendo la potencia de los grandes
no se atreven a desechar a ninguno. "La sangre", dice, "será demandada de vuestras manos (Ez. 3,
18; 33,8). Si teméis al hombre, él se burlará de vosotros; pero si teméis a
Dios, los mismos hombres os estimarán. No
temamos las insignias temporales, ni la púrpura y
las diademas; nosotros tenemos aquí un
poder mayor. Yo ciertamente antes entregaría mi
cuerpo a la muerte y permitiría que
mi sangre se derramase, que ser partícipe de
tal mancha.” (1)
Por tanto hay que tener mucho cuidado y discreción al
dispensar este sagrado misterio, para que no sea profanado; lo cual de ninguna
manera se puede tener sino es por la jurisdicción de la
Iglesia.
2°. Evita
la corrupción de los buenos. El segundo fin es para que los buenos
no se corrompan con el trato continuo de los malos, como suele acontecer.
Porque es tal nuestra inclinación a
apartarnos del bien, que nada hay más fácil que apartarnos del recto camino
del bien vivir con los malos ejemplos. Esta utilidad la puso de relieve el Apóstol, cuando mandó a los corintios que apartasen de su
compañía al incestuoso. “¿No sabéis”, dice, “que un poco de levadura leuda (corrompe) toda la masa?” Y veía que
en esto se encerraba un peligro tan grande, que manda que no se junten con él. “No os
juntéis”, dice, “con
ninguno que llamándose hermano, fuere
fornicario, o avaro, o idólatra,
o maldiciente, o borracho, o ladrón; con
el tal, ni aún comáis” (1 Cor. 5:6-11).
3°.
Suscitar el arrepentimiento de los pecadores. El tercero es para que ellos,
confundidos por la vergüenza de
su pecado, comiencen a arrepentirse. De esta manera es conveniente, incluso
para su salvación, que su maldad sea
condenada, a fin de que, advertidos por la vara de la Iglesia, reconozcan sus
faltas, en las cuales permanecen y se endurecen cuando se les trata dulcemente.
Es lo que quiere dar a entender el Apóstol al
hablar de esta manera: “Si alguno no obedece a lo que decimos por
medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para
que se avergüence” (2 Tes. 3:14). Y en otro lugar, cuando afirma que él ya ha entregado al incestuoso de
Corinto a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor (1 Cor. 5:5), quiere
decir, según yo lo entiendo, que lo había entregado a condena temporal, a fin
de que se salvara eternamente, Por eso dice que lo entregó a Satanás, porque fuera de la Iglesia está el Diablo, como en la Iglesia está Cristo. Pues entenderlo de algún tormento temporal realizado por el Diablo parece muy
incierto. (2)
1 Comentario a Mateo, homilía LXXXII, 6.
2 San Juan Crisóstomo, Comentario a 1 Corintios, hom.
XV, 2.
6. d. Cómo la
Iglesia ejerce la disciplina
Expuestos estos fines, queda por ver de qué manera la Iglesia ejecuta esta parte
de la disciplina, que consiste en la jurisdicción.
Primeramente
retengamos aquella división ya
propuesta, de pecados públicos
y secretos.
Los públicos son,
los que se han cometido no delante de uno o dos, sino abiertamente con escándalo de toda la Iglesia.
Ocultos llamo, no
a los que los hombres totalmente ignoran, cuales son los pecados de los hipócritas — pues
con tales pecados no tiene que ver la Iglesia —, sino
cuando no deja de haber algún
testigo, y sin embargo no son públicos.
Respecto a los pecados públicos
y los pecados ocultos.
El primer género de
pecados no requiere aquellos grados que Cristo propone, sino que la Iglesia,
cuando algo así aconteciere, debe cumplir su
oficio llamando al pecador y corrigiéndolo
conforme a su delito.
En el segundo género no
se suele recurrir a la Iglesia, conforme a la regla de Cristo, hasta que además del pecado se da la contumacia.
Según la
gravedad de las faltas. Al tratar del pecado, téngase en cuenta la otra división entre crímenes y
delitos. No se debe usar tanta severidad en las faltas ligeras; basta una
reprensión de palabra, hecha afable y
paternalmente, que no exaspere al pecador, ni lo confunda; antes lo haga volver
en sí; de modo que más bien se alegre de haber sido
corregido, que se sienta triste de ello.
Los pecados graves hay que castigarlos con mayor severidad.
Pues no basta, si alguien con el mal ejemplo de su crimen ha escandalizado en
gran manera a la Iglesia, que éste tal
sea castigado simplemente de palabra, sino que debe ser también privado de la Cena por algún tiempo, hasta que dé muestras de su arrepentimiento.
Porque san Pablo no castiga solamente de palabra al de Corinto, sino que lo
arroja de la Iglesia, y reprende a los corintios, por haberlo sufrido tanto
tiempo (1 Cor. 5:5).
Este proceder observó
siempre la Iglesia antigua cuando florecía el
legítimo modo de gobierno. Si alguno
cometía algún grave pecado de donde procedía escándalo,
le ordenaba primeramente que se abstuviese de la Cena, y luego que se humillase
delante de Dios, y que diese muestras de su penitencia delante de la Iglesia. Y
había unos ritos solemnes que se solían imponer a los delincuentes, a modo
de indicios de su penitencia. Cuando el pecador satisfacía de este modo a la Iglesia, lo recibían en la comunión con la imposición de manos. A esta recepción san Cipriano muchas veces la llama
paz, al describir brevemente este rito: “Penitencia”, dice, “hacen durante el tiempo que se les ha ordenado; después vienen a la confesión de su falta; y por la imposición de las manos del obispo y del clero
obtienen paz y comunión”. (1)
Aunque el obispo con el clero presidía la
reconciliación, se necesita juntamente el
consentimiento del pueblo, como lo prueba en otro lugar. (2)
1 Cartas, XVI 2; XVII, 2.
2 Carias, XIV, 4.
7. Nadie está exento
de la disciplina de la Iglesia
Y de tal manera no se eximía a
nadie de esta disciplina, que los príncipes
lo mismo que los simples fieles estaban sometidos a ella. Y con toda razón; pues se sabía que procedía de
Cristo, a quien en justicia todos los cetros y coronas de los reyes deben
someterse. MI el emperador Teodosio, privado por san Ambrosio de la comunión por los que habla hecho dar muerte
en Tesalónica, se despojé de sus galas imperiales, lloró públicamente
en la Iglesia el pecado que había
cometido por engaño de otros, y pidió perdón con lágrimas y gemidos. (1)
No deben los reyes tener por afrenta postrarse humildemente
en tierra delante de Cristo, Rey de reyes, ni deben Llevar a mal ser juzgados
por la Iglesia. Porque como en sus cortes apenas oyen otra cosa que
adulaciones, les es muy necesario ser corregidos por el Señor por boca de los sacerdotes; y mas
bien deben desear que los sacerdotes no les perdonen, para que los perdone
Dios.
La disciplina se
ejerce por el clero asistido de la Iglesia. No digo aquí quién ha de
ejercer esta jurisdicción, pues
ya lo he expuesto arriba. Solamente añadirá que la legítima manera de proceder en la excomunión es que los presbíteros no lo hagan por sí solos, sino
sabiéndolo la iglesia, y con su aprobación;
de modo que la multitud no disponga de lo que se hace, sino que simplemente sea
testigo de ello, a fin de que los presbíteros
no hagan nada conforme a su capricho. Todo el modo de proceder, además de la invocación del nombre de Dios, debe mostrar la
gravedad que dé a conocer la presencia de
Dios; de manera que no haya duda que l preside aquel juicio.
1 Ambrosio, Oración fúnebre de Teodosio, cap. xxviii, 34.
8. El espíritu y
la moderación de la disciplina
No hay que olvidar que la Iglesia ha de usar tal severidad, que vaya unida con el espíritu
de mansedumbre, Porque siempre se debe tener en cuenta, como lo
ordena el Apóstol, que el que es corregido
“no sea consumido de demasiada
tristeza” (2
Cor. 2:7). Porque de otra manera el remedio se convertiría en ruina.
La regla de la moderación se
podrá deducir mejor del fin que se
ha de perseguir. Porque lo que se pretende con la excomunión es que el pecador se arrepienta,
que se supriman los malos ejemplos, para que el nombre de Cristo no sea
blasfemado, y que otros no se sientan incitados a hacer otro tanto. Si
consideramos estas cosas, fácilmente
podemos juzgar hasta qué punto
ha de llegar nuestra severidad, y dónde
debe terminar. Por tanto, cuando el pecador da muestras de penitencia a la
Iglesia, y con este testimonio borra, cuanto está de su
parte, el escándalo, no ha de ser más molestado; y silo es, el rigor ya
pasa de sus límites.
En esto no admite excusa la excesiva severidad de los
antiguos, que totalmente se apartaba de lo que el Señor prescribió, y que
era sobremanera peligrosa. Porque al imponer al pecador una penitencia solemne
y la privación de la santa Cena por tres,
por cuatro, por siete años, y a
veces por toda la vida, ¿qué se puede conseguir con eso, sino la hipocresía o
una grave desesperación? Asimismo, el no admitir a nueva penitencia a
ninguno que recayese, sino excluirlo de la Iglesia hasta el fin de su vida, era
inútil y contrario a la razón. Todo el que sensatamente lo
considere verá que pecaron en esto. Aunque
en esta materia más bien condeno la costumbre pública y común, que a los que la usaron; a alguno de los cuales es del
todo cierto que le disgustaba; pero la soportaban, porque no podían corregirla.
San Cipriano declara sin lugar a dudas cuán contra su voluntad había sido tan riguroso: “Nuestra paciencia, afabilidad y
dulzura está dispuesta y preparada para
recibir a todos los que vienen. Deseo que todos vuelvan a la Iglesia; deseo que
todos nuestros compañeros se
encierren en los reales de Cristo y de Dios Padre Todopoderoso; muchas cosas
las disimulo; con el deseo que tengo de recoger a los hermanos, aun las cosas
que son contra Dios no las examino por entero; casi peco yo perdonando delitos
más de lo que convendría; abrazo con amor pronto y entero a
los que con arrepentimiento vuelven, confesando su pecado con humilde y simple
satisfacción.” (1)
Crisóstomo,
aunque fue algo más duro, sin embargo habla de
esta manera: “Si
Dios es tan misericordioso, ¿para qué su sacerdote quiere parecer riguroso?”. (2)
Bien sabemos cuánta
benignidad usó san Agustín con los donatistas, ya que no puso
dificultad en recibir en la dignidad de obispos a los que habían sido cismáticos: y ello poco después
de su arrepentimiento. Pero como el procedimiento contrario había prevalecido, se vieron obligados a
renunciar a su opinión y
parecer, y a seguir a los otros.
1 Cartas, LIX, 16.
2 Tal pensamiento se
encuentra con frecuencia en Crisóstomo;
cfr. en particular la Hornilla: “No hay
que anatematizar a los vivos ni a los muertos”, 2, 3.
9. Toda la Iglesia
debe hacer prevalecer el juicio de la caridad y dejar el lugar a la
misericordia de Dios
Y así como
en todo el cuerpo de la Iglesia se requiere esta
mansedumbre y que corrija a los pecadores con clemencia y no con sumo rigor,
antes bien, conforme al precepto de san Pablo, que confirme el amor para con él
(2 Cor. 2:8), del mismo modo cada uno en particular debe por su parte mostrarse
clemente y humano. No debemos, pues, borrar del número de los elegidos a los que son
separados de la Iglesia, ni hemos de desesperar de su salvación, como si ya estuviesen perdidos y
condenados. Es verdad que podemos tenerlos como extraños a la Iglesia y, por tanto, a Cristo; pero sólo por el tiempo que dura su separación. Mas si aun entonces muestran más orgullo y obstinación que humildad, dejémoslos a pesar de todo al juicio de
Dios, esperando mejor de ellos en lo porvenir de lo que al presente vemos; y no
dejemos por esto de rogar a Dios por ellos. Para decirlo en pocas palabras, no
condenemos a muerte eterna a la persona que está en
manos y en la voluntad de Dios; únicamente
estimemos las obras de cada uno según la
Palabra de Dios.
Si seguimos esta regla hemos de
atenernos más bien a la sentencia y juicio de Dios, que al nuestro.
No nos arroguemos la autoridad de juzgar, si no queremos limitar la potencia de
Dios y dictar leyes a su misericordia; pues siempre que quiere cambia y muda a
los más perversos en santos y
recibe en la Iglesia los que son extraños a
ella. Y esto lo hace el Señor para
frustrar la opinión de los hombres y reprimir
su temeridad; la cual, si no es reprimida, se atreve a atribuirse mayor
autoridad de la que le compete.
10. En qué
sentido la Iglesia liga a los pecadores
En cuanto a lo que Cristo promete: que será ligado en el cielo lo que los suyos
hubieren ligado en la tierra (Mat. 18:18), con estas palabras limité la autoridad de ligar a las censuras
de la Iglesia, por las cuales los que son excomulgados no son colocados en
perpetua ruina y desesperación; sino
que al ver que su vida y costumbres son condenadas, al mismo tiempo quedan
advertidos de su propia condenación, si
no se arrepienten. Porque la diferencia que hay entre anatema (o execración) y excomunión consiste en que el anatema no deja esperanza alguna de
perdón y entrega al hombre y lo
destina a muerte eterna; en cambio, la excomunión más bien castiga y corrige las
costumbres. Y aunque también ella
castiga al hombre, lo hace de tal manera que al avisarle de la condenación que le está preparada, lo llama a la salvación. Y si él
obedece, a mano tiene la reconciliación y la
vuelta a la comunión de la Iglesia. El anatema muy pocas veces o
casi nunca se usa.
Por tanto, aunque la disciplina eclesiástica prohíba comunicar familiarmente y tener estrecha amistad con
los excomulgados, sin embargo, hemos de procurar por todos los medios posibles
que se conviertan a mejor vida, y se acojan a la compañía y unión de la
iglesia, como el mismo Apóstol lo
enseña: “No lo tengáis
por enemigo, sino amonestadle como a hermano” (2 Tes. 3:15). Si no se
tiene este espíritu humanitario, tanto en
particular como en general, se corre el peligro de que la disciplina se
convierta pronto en oficio de verdugos.
11. En el amor, la
disciplina debe siempre procurar la unidad de la Iglesia
También se
requiere principalmente en la moderación de la
disciplina, lo que San Agustín dice
disputando contra los donatistas: que los particulares, si ven que los presbíteros no emplean la debida diligencia
en corregir los vicios, no por eso se aparten en seguida de la iglesia; y
tampoco que los pastores, si no pueden, como desearían, corregir todas las cosas que necesitan enmienda, no
por eso se desentiendan del ministerio, ni perturben a toda la Iglesia con una
insólita aspereza. Porque es muy gran
verdad lo que escribe: que cualquiera que corrige lo que puede reprendiendo; o
lo que no puede corregir lo excluye manteniendo el vínculo de la paz; o lo que, manteniendo el vínculo de la paz, no puede excluir, lo
reprueba con equidad y lo soporta con firmeza éste
dice que está libre de maldición y no es culpable del mal. (1) Y da la razón en
otro lugar: “Porque toda regla de
disciplina eclesiástica debe siempre tener en
cuenta la unión del espíritu en el vínculo de la paz; lo cual el Apóstol nos manda observarlo ‘soportándonos los unos a los otros’ (Ef. 4:2-3);
y si lo descuidamos, la medicina del castigo comienza a hacerse no sólo superflua, sino incluso
perniciosa; y por tanto deja de ser medicina.” Y
continúa: “El que diligentemente considera
esto, ni en la conservación de la unión menosprecia la severidad de la disciplina, ni con el
demasiado castigo rompe el vínculo de la concordia.” (2)
Confiesa que no sólo los
pastores deben procurar por su parte que no haya vicio alguno en la Iglesia,
sino que cada uno en particular ha de procurarlo también; y no disimula que el que menosprecia amonestar,
reprender y corregir a los malos, aunque no les favorezca ni peque con ellos,
es culpable delante del Señor; y
que si es persona con autoridad para privarlos del uso de los sacramentos, y no
lo hace, ya no peca con pecado ajeno, sino con el suyo propio. Solamente quiere
que se proceda en esto con prudencia, la cual exige también el Señor, a
fin de que al arrancar la cizaña, no
arranque también el trigo (Mt. 13,29). De
aquí concluye san Cipriano: “Castigue,
pues, el hombre con misericordia lo que puede; y lo que no puede, súfralo
con paciencia y llórelo con amor.” (3)
1 Contra la Carta de Parmenión, lib.
II, cap. I, 3.
2 Ibid.,
lib. III, cap. II.
3 Cartas, LIX, 16.
12. El rigor hipócrita
de los donatistas y de los anabaptistas
En cuanto a san Agustín, dice
esto por la austera severidad de los donatistas, quienes viendo que los obispos
reprendían los vicios de palabra y
que no los castigaban con la excomunión,
creyendo que no hacían nada de este modo,
descaradamente hablaban contra ellos, como traidores a la disciplina, y con un
cisma se separaban de la compañía de
Cristo. Así también actualmente lo hacen los anabaptistas, quienes no reconociendo
por Iglesia de Cristo más que a
la que resplandece con una perfección evangélica, so pretexto de celo destruyen
cuanto está edificado.
“Estas gentes”, dice san Agustín, “afectan,
no por odio de los pecados ajenos, sino por el afán de
sus disputas, atraer al pobre pueblo, o al menos separarlo, seduciéndolo con la jactancia de su nombre.
Henchidos de orgullo, locos en su obstinación,
cautelosos en calumniar, ansiosos de revueltas, para que no se vea claramente
la luz que hay en ellos, se cubren con la sombra de una rigurosa severidad; y
lo que la Escritura les manda hacer para corregir los vicios de sus hermanos
con un moderado cuidado, manteniendo la sinceridad del amor y el vínculo de la paz, lo usurpan para
cometer un sacrilegio y crear un cisma, dando ocasión de división en la
Iglesia.” (1)
He ahí cómo Satanás se trasfigura en ángel de
luz (2 Cor. 11:14) cuando so pretexto de una justa severidad induce a
una perversa crueldad, no deseando más que
corromper y destruir el vínculo
de la paz y de la unión; pues
si esto permaneciera firme, todas las fuerzas de Satanás serían
incapaces de causar daño
alguno.
1 Contra la Carta de Parmenión, lib. III, cap, iv.
13. La severidad debe
ser moderada por la misericordia
Después de
haber dicho todo esto, san Agustín
encarga particularmente que si todo un pueblo en general estuviese afectado de
algún vicio, como de una enfermedad
contagiosa, que se modere la severidad con la misericordia. Porque la separación es un consejo vano, pernicioso y
sacrílego; y más perturba a los buenos que son débiles, que corrige a los malos
decididos. Y lo que allí manda
a los otros, lo hizo él
fielmente. Porque, escribiendo a Aurelio, obispo de Cartago, se queja de que la
embriaguez es muy común en África, cuando tan severamente es
condenada en la Escritura; y exhorta a que se reúna un
concilio provincial para poner remedio a ello. Y luego añade: “Estas cosas, en mi opinión no se quitan con aspereza y severidad; más
se consigue enseñando que mandando; exhortando que amenazando. Porque
con la multitud, cuando peca, se ha de proceder así. La severidad se debe usar cuando el número de los que faltan no es tan
grande”. Sin embargo, no quiere
decir que los obispos deban disimular y callar cuando no pueden castigar
severamente los vicios públicos,
como lo declara después; sino
que quiere que la corrección se
modere de tal manera que, en cuanto sea posible, cause bien al cuerpo, en vez
de destrucción. Y así concluye diciendo: “Por lo cual, aquel precepto del Apóstol de separar los malos no se debe
menospreciar en modo alguno cuando se puede hacer sin violar la paz; pues no de
otra manera quiso él que se procediese (1 Cor. 3:7); y asimismo se ha de cuidar también de que soportándonos los unos a los otros,
procuremos conservar la unión del
espíritu en vinculo de paz” (Ef. 4:23).
(1)
1 Contra la Carta de Parmenión, lib.
III, cap. II, 15.
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