lunes, 14 de noviembre de 2016

Juan Calvino - Sobre la Disciplina en la iglesia

INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA POR JUAN CALVINO - LIBRO CUARTO CAPÍTULO XII

DE LA DISCIPLINA DE LA IGLESIA, CUYO PRINCIPAL USO CONSISTE EN LAS CENSURAS Y EN LA EXCOMUNIÓN

1. Necesidad y utilidad de una disciplina en la Iglesia
La disciplina eclesiástica, cuya exposición se ha diferido hasta este lugar, se explicará en pocas palabras, a fin de poder pasar en seguida a lo que resta.
Esta disciplina en su mayor parte depende del poder de las llaves y de la jurisdicción espiritual. Para mejor entender esto, dividamos la Iglesia en dos órdenes principales: clero y pueblo.
Llamamos clérigos, según se los designa corrientemente, a los que sirven a la Iglesia en algún ministerio público. Primeramente, hablaremos de la disciplina común, a la que todos han de estar sujetos. Luego trataremos del clero, que además de la común, tiene otra propia.
Mas como algunos, por el odio a la disciplina, aborrecen aun el nombre de la misma, han de entender bien esto: si no hay sociedad ni casa, por pequeña que sea la familia, que pueda subsistir en buen estado sin disciplina, mucho más necesaria ha de ser en la Iglesia, que debe mantenerse perfectamente ordenada. Así como la doctrina salvadora de Cristo es el alma de la Iglesia, así la disciplina es como sus nervios, mediante la cual los miembros del cuerpo de la Iglesia se mantienen cada uno en su debido lugar. Por ello, todos los que desean que no haya disciplina o impiden que se establezca o restituya, bien sea que lo hagan deliberadamente, bien por inconsideración, ciertamente éstos tales procuran la ruina total de la Iglesia. Porque, ¿qué sucederá si a cada uno le es lícito hacer cuanto se le antojare? Pues esto es lo que sucedería si a la predicación de la Palabra no se juntasen las amonestaciones privadas, las correcciones, y otras ayudas semejantes que echan una mano a la doctrina para que no quede sin eficacia. Así que la disciplina escama un freno con el que son detenidos y domados los que se revuelven contra la doctrina de Cristo; o como un aguijón que estimula a los que son negligentes o perezosos; o a veces, a modo de castigo paterno, para castigar con clemencia y conforme a la mansedumbre del espíritu de Cristo, a los que han faltado gravemente.
Vemos, pues, que es el principio cierto de una gran desgracia para la Iglesia, no tener cuidado ni preocuparse de mantener al pueblo en la disciplina, y consentir que se desmande; por lo cual la misma necesidad clama que es menester poner remedio. Ahora bien, éste es el único remedio que Cristo mandó, y que siempre estuvo en uso entre los fieles.

2. a. Grados de la disciplina: admoniciones privadas
El primer fundamento de la disciplina es que las amonestaciones privadas no sean letra muerta; quiero decir, que si alguno no cumple con su deber voluntariamente, o se conduce mal y no vive honestamente, o hace algo digno de reprensión, que tal persona consienta en ser amonestada; y que cada uno, cuando el asunto lo requiera, amonesta a su hermano. Sobre todos, los pastores y presbíteros velen por esto; pues su oficio no es solamente predicar al pueblo, sino también amonestarlo y exhortarlo en particular en sus casas, cuando la doctrina expuesta en común no les ha aprovechado; Como lo muestra san Pablo cuando dice que él había enseñado por las casas (Hch. 20:20); Y protesta que está limpio de la sangre de todos, porque no había cesado de amonestar a cada uno con lágrimas, de día y de noche (Hch. 20:2627:31). Porque la doctrina tendrá fuerza y autoridad, cuando el ministro no solamente exponga a todos en común lo que deben a Cristo, sino también cuando cuenta con el modo de pedir esto en particular a los que viere que no son muy obedientes a la doctrina, o negligentes en su cumplimiento.

Amonestaciones públicas. Si alguno obstinadamente desechara tales amonestaciones, o prosiguiendo en su mala vida, demostrare menos preciarlas, manda Cristo que este tal, después de ser amonestado por segunda vez delante de testigos, sea llamado ante el juicio de la Iglesia, para que si tiene respeto a la Iglesia se someta a su autoridad y obedezca.

Excomunión. Mas, si ni siquiera así se consigue dominarlo, y persevera en su maldad, entonces ordena el Señor que a este individuo, como despreciador de la Iglesia, se le arroje de la compañía de los fieles (Mt. 18:15-17).

3. Diversos cases de pecados: pecados ocultos y pecados notorios
Mas como Jesucristo habla allí solamente de lo vicios secretos, debe  establecerse la distinción entre pecados secretos y pecados públicos y de todos conocidos.
De los primeros dice Jesucristo a cada uno en particular: "Repréndele estando tú y él solos" (Mat. 18:15).
De los pecados notorios dice san Pablo a Timoteo: "Repréndelos delante de todos, para que los demás también teman" (1 Tim. 5:20).
Porque Jesucristo había dicho antes: "Si pecare contra ti tu hermano. . .", frase que no puede entenderse sino en el sentido de: si lo sabes tú solo, de modo que no haya nadie más que lo sepa.
Respecto al mandato del Apóstol a Timoteo de reprender en público a los que pecan públicamente, él mismo lo hizo así con Pedro. Porque como éste pecase con escándalo público, no le amonestó en privado, sino públicamente "delante de todos" (Gál. 2:14).
Por tanto el recto orden y el buen proceder consistirá en actuar conforme a los grados que Cristo ha establecido cuando se trata de pecados privados; y en los pecados públicos proceder derechamente a la corrección solemne de la Iglesia, si el escándalo es público.

4. Faltas ligeras y crímenes patentes
Hay que establecer además otra división. Hay pecados ligeros, y otros que son crímenes o vicios horrendos.
Para corregir éstos últimos no solamente es necesario amonestar o reñir, sino que se debe usar un remedio mucho más severo, como lo muestra san Pablo, quien no solamente castiga de palabra al incestuoso de Corinto, sino que además lo excomulga, tan pronto como supo con certeza el crimen que había cometido (1 Cor. 5:4-5).
Ahora, pues, comenzamos ya a ver mejor de qué manera la jurisdicción espiritual de la Iglesia, que, conforme a la Palabra de Dios castiga los pecados, es un buen remedio para su bienestar, fundamento del orden y vínculo de unión. Así que cuando la Iglesia eche de su compañía a los que manifiestamente son adúlteros, fornicarios, ladrones, salteadores, sediciosos, perjuros, testigos falsos, y otros semejantes; e igualmente a los obstinados, que, amonestados debidamente de sus faltas, aunque sean ligeras, se burlan de Dios y de su juicio, no usurpa cosa alguna contra la razón o la justicia, sino que simplemente se sirve de la jurisdicción que el Señor le ha dado.
Y para que nadie menosprecie el juicio de la Iglesia, o tenga en poco el ser condenado por la sentencia de los fieles, el Señor ha declarado que esto no es más que una proclamación de su misma sentencia, y que es ratificado en el cielo lo que ellos hubieren determinado en la tierra (Mat. 16:19; 18:18; Jn .20:23). Porque tienen la Palabra del Señor para condenar a los perversos; y tienen esa misma Palabra para devolver Su gracia a los arrepentidos.
Por tanto, los que piensan que las iglesias pueden subsistir mucho tiempo sin el reinado de la disciplina, ciertamente se engañan grandemente, pues no podemos prescindir del castigo que el Señor nos indicó como cosa necesaria. Y se ve mejor cuánta necesidad tenemos de ella, por los muchos usos que de la misma se hace.

5. Fines de la disciplina:
1°. No profanar la Iglesia y la Cena.
Tres son los fines que la Iglesia persigue con semejantes correcciones y con la excomunión.
El primero es para que los que llevan una vida impía y escandalosa no se cuenten, con afrenta de Dios, en el número de los cristianos, como si Su santa Iglesia fuese una agrupación de hombres impíos y malvados. Porque siendo ella "el cuerpo de Cristo" (Col. 1:24), no puede contaminarse con semejantes miembros corrompidos sin que alguna afrenta recaiga también sobre la Cabeza. Y así, para que no suceda tal cosa en la Iglesia, de la cual pueda provenir algún oprobio a Su santo nombre, han de ser arrojados de su seno todos aquellos cuya inmundicia podría deshonrar el nombre de cristiano.
Hay que tener también en cuenta la Cena del Señor; no sea que dándola indiferentemente a todos"; sea profanada. Porque es muy verdad que el que tiene el cargo de dispensar la Cena, si a sabiendas y voluntariamente admite a ella al que es indigno, cuando por derecho debía privarle de ella, él mismo es tan culpable de sacrilegio, como si hubiera echado el cuerpo del Señor a los perros.
Por esto san Juan Crisóstomo reprende severamente a los sacerdotes que temiendo la potencia de los grandes no se atreven a desechar a ninguno. "La sangre", dice, "será demandada de vuestras manos (Ez. 3, 18; 33,8). Si teméis al hombre, él se burlará de vosotros; pero si teméis a Dios, los mismos hombres os estimarán. No temamos las insignias temporales, ni la púrpura y las diademas; nosotros tenemos aquí un poder mayor. Yo ciertamente antes entregaría mi cuerpo a la muerte y permitiría que mi sangre se derramase, que ser partícipe de tal mancha. (1) Por tanto hay que tener mucho cuidado y discreción al dispensar este sagrado misterio, para que no sea profanado; lo cual de ninguna manera se puede tener sino es por la jurisdicción de la Iglesia.

2°. Evita la corrupción de los buenos. El segundo fin es para que los buenos no se corrompan con el trato continuo de los malos, como suele acontecer. Porque es tal nuestra inclinación a apartarnos del bien, que nada hay más fácil que apartarnos del recto camino del bien vivir con los malos ejemplos. Esta utilidad la puso de relieve el Apóstol, cuando mandó a los corintios que apartasen de su compañía al incestuoso. “¿No sabéis, dice, que un poco de levadura leuda (corrompe) toda la masa? Y veía que en esto se encerraba un peligro tan grande, que manda que no se junten con él. No os juntéis, dice, con ninguno que llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal, ni aún comáis (1 Cor. 5:6-11).

3°. Suscitar el arrepentimiento de los pecadores. El tercero es para que ellos, confundidos por la vergüenza de su pecado, comiencen a arrepentirse. De esta manera es conveniente, incluso para su salvación, que su maldad sea condenada, a fin de que, advertidos por la vara de la Iglesia, reconozcan sus faltas, en las cuales permanecen y se endurecen cuando se les trata dulcemente. Es lo que quiere dar a entender el Apóstol al hablar de esta manera: Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence (2 Tes. 3:14). Y en otro lugar, cuando afirma que él ya ha entregado al incestuoso de Corinto a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor (1 Cor. 5:5), quiere decir, según yo lo entiendo, que lo había entregado a condena temporal, a fin de que se salvara eternamente, Por eso dice que lo entregó a Satanás, porque fuera de la Iglesia está el Diablo, como en la Iglesia está Cristo. Pues entenderlo de algún tormento temporal realizado por el Diablo parece muy incierto. (2)

1 Comentario a Mateo, homilía LXXXII, 6.
2 San Juan Crisóstomo, Comentario a 1 Corintios, hom. XV, 2.

6. d. Cómo la Iglesia ejerce la disciplina
Expuestos estos fines, queda por ver de qué manera la Iglesia ejecuta esta parte de la disciplina, que consiste en la jurisdicción.
Primeramente retengamos aquella división ya propuesta, de pecados públicos y secretos.
Los públicos son, los que se han cometido no delante de uno o dos, sino abiertamente con escándalo de toda la Iglesia.
Ocultos llamo, no a los que los hombres totalmente ignoran, cuales son los pecados de los hipócritas pues con tales pecados no tiene que ver la Iglesia , sino cuando no deja de haber algún testigo, y sin embargo no son públicos.

Respecto a los pecados públicos y los pecados ocultos.
El primer género de pecados no requiere aquellos grados que Cristo propone, sino que la Iglesia, cuando algo así aconteciere, debe cumplir su oficio llamando al pecador y corrigiéndolo conforme a su delito.
En el segundo género no se suele recurrir a la Iglesia, conforme a la regla de Cristo, hasta que además del pecado se da la contumacia.

Según la gravedad de las faltas. Al tratar del pecado, téngase en cuenta la otra división entre crímenes y delitos. No se debe usar tanta severidad en las faltas ligeras; basta una reprensión de palabra, hecha afable y paternalmente, que no exaspere al pecador, ni lo confunda; antes lo haga volver en sí; de modo que más bien se alegre de haber sido corregido, que se sienta triste de ello.
Los pecados graves hay que castigarlos con mayor severidad. Pues no basta, si alguien con el mal ejemplo de su crimen ha escandalizado en gran manera a la Iglesia, que éste tal sea castigado simplemente de palabra, sino que debe ser también privado de la Cena por algún tiempo, hasta que dé muestras de su arrepentimiento. Porque san Pablo no castiga solamente de palabra al de Corinto, sino que lo arroja de la Iglesia, y reprende a los corintios, por haberlo sufrido tanto tiempo (1 Cor. 5:5).
Este proceder observó siempre la Iglesia antigua cuando florecía el legítimo modo de gobierno. Si alguno cometía algún grave pecado de donde procedía escándalo, le ordenaba primeramente que se abstuviese de la Cena, y luego que se humillase delante de Dios, y que diese muestras de su penitencia delante de la Iglesia. Y había unos ritos solemnes que se solían imponer a los delincuentes, a modo de indicios de su penitencia. Cuando el pecador satisfacía de este modo a la Iglesia, lo recibían en la comunión con la imposición de manos. A esta recepción san Cipriano muchas veces la llama paz, al describir brevemente este rito: Penitencia, dice, hacen durante el tiempo que se les ha ordenado; después vienen a la confesión de su falta; y por la imposición de las manos del obispo y del clero obtienen paz y comunión. (1) Aunque el obispo con el clero presidía la reconciliación, se necesita juntamente el consentimiento del pueblo, como lo prueba en otro lugar. (2)

1 Cartas, XVI 2; XVII, 2.
2 Carias, XIV, 4.

7. Nadie está exento de la disciplina de la Iglesia
Y de tal manera no se eximía a nadie de esta disciplina, que los príncipes lo mismo que los simples fieles estaban sometidos a ella. Y con toda razón; pues se sabía que procedía de Cristo, a quien en justicia todos los cetros y coronas de los reyes deben someterse. MI el emperador Teodosio, privado por san Ambrosio de la comunión por los que habla hecho dar muerte en Tesalónica, se despojé de sus galas imperiales, lloró públicamente en la Iglesia el pecado que había cometido por engaño de otros, y pidió perdón con lágrimas y gemidos. (1)
No deben los reyes tener por afrenta postrarse humildemente en tierra delante de Cristo, Rey de reyes, ni deben Llevar a mal ser juzgados por la Iglesia. Porque como en sus cortes apenas oyen otra cosa que adulaciones, les es muy necesario ser corregidos por el Señor por boca de los sacerdotes; y mas bien deben desear que los sacerdotes no les perdonen, para que los perdone Dios.

La disciplina se ejerce por el clero asistido de la Iglesia. No digo aquí quién ha de ejercer esta jurisdicción, pues ya lo he expuesto arriba. Solamente añadirá que la legítima manera de proceder en la excomunión es que los presbíteros no lo hagan por sí solos, sino sabiéndolo la iglesia, y con su aprobación; de modo que la multitud no disponga de lo que se hace, sino que simplemente sea testigo de ello, a fin de que los presbíteros no hagan nada conforme a su capricho. Todo el modo de proceder, además de la invocación del nombre de Dios, debe mostrar la gravedad que dé a conocer la presencia de Dios; de manera que no haya duda que l preside aquel juicio.

1 Ambrosio, Oración fúnebre de Teodosio, cap. xxviii, 34.

8. El espíritu y la moderación de la disciplina
No hay que olvidar que la Iglesia ha de usar tal severidad, que vaya unida con el espíritu de mansedumbre, Porque siempre se debe tener en cuenta, como lo ordena el Apóstol, que el que es corregido no sea consumido de demasiada tristeza (2 Cor. 2:7). Porque de otra manera el remedio se convertiría en ruina.
La regla de la moderación se podrá deducir mejor del fin que se ha de perseguir. Porque lo que se pretende con la excomunión es que el pecador se arrepienta, que se supriman los malos ejemplos, para que el nombre de Cristo no sea blasfemado, y que otros no se sientan incitados a hacer otro tanto. Si consideramos estas cosas, fácilmente podemos juzgar hasta qué punto ha de llegar nuestra severidad, y dónde debe terminar. Por tanto, cuando el pecador da muestras de penitencia a la Iglesia, y con este testimonio borra, cuanto está de su parte, el escándalo, no ha de ser más molestado; y silo es, el rigor ya pasa de sus límites.
En esto no admite excusa la excesiva severidad de los antiguos, que totalmente se apartaba de lo que el Señor prescribió, y que era sobremanera peligrosa. Porque al imponer al pecador una penitencia solemne y la privación de la santa Cena por tres, por cuatro, por siete años, y a veces por toda la vida, ¿qué se puede conseguir con eso, sino la hipocresía o una grave desesperación? Asimismo, el no admitir a nueva penitencia a ninguno que recayese, sino excluirlo de la Iglesia hasta el fin de su vida, era inútil y contrario a la razón. Todo el que sensatamente lo considere verá que pecaron en esto. Aunque en esta materia más bien condeno la costumbre pública y común, que a los que la usaron; a alguno de los cuales es del todo cierto que le disgustaba; pero la soportaban, porque no podían corregirla.
San Cipriano declara sin lugar a dudas cuán contra su voluntad había sido tan riguroso: Nuestra paciencia, afabilidad y dulzura está dispuesta y preparada para recibir a todos los que vienen. Deseo que todos vuelvan a la Iglesia; deseo que todos nuestros compañeros se encierren en los reales de Cristo y de Dios Padre Todopoderoso; muchas cosas las disimulo; con el deseo que tengo de recoger a los hermanos, aun las cosas que son contra Dios no las examino por entero; casi peco yo perdonando delitos más de lo que convendría; abrazo con amor pronto y entero a los que con arrepentimiento vuelven, confesando su pecado con humilde y simple satisfacción. (1)
Crisóstomo, aunque fue algo más duro, sin embargo habla de esta manera: Si Dios es tan misericordioso, ¿para qué su sacerdote quiere parecer riguroso?. (2)
Bien sabemos cuánta benignidad usó san Agustín con los donatistas, ya que no puso dificultad en recibir en la dignidad de obispos a los que habían sido cismáticos: y ello poco después de su arrepentimiento. Pero como el procedimiento contrario había prevalecido, se vieron obligados a renunciar a su opinión y parecer, y a seguir a los otros.

1 Cartas, LIX, 16.
2 Tal pensamiento se encuentra con frecuencia en Crisóstomo; cfr. en particular la Hornilla: No hay que anatematizar a los vivos ni a los muertos, 2, 3.

9. Toda la Iglesia debe hacer prevalecer el juicio de la caridad y dejar el lugar a la misericordia de Dios
Y así como en todo el cuerpo de la Iglesia se requiere esta mansedumbre y que corrija a los pecadores con clemencia y no con sumo rigor, antes bien, conforme al precepto de san Pablo, que confirme el amor para con él (2 Cor. 2:8), del mismo modo cada uno en particular debe por su parte mostrarse clemente y humano. No debemos, pues, borrar del número de los elegidos a los que son separados de la Iglesia, ni hemos de desesperar de su salvación, como si ya estuviesen perdidos y condenados. Es verdad que podemos tenerlos como extraños a la Iglesia y, por tanto, a Cristo; pero sólo por el tiempo que dura su separación. Mas si aun entonces muestran más orgullo y obstinación que humildad, dejémoslos a pesar de todo al juicio de Dios, esperando mejor de ellos en lo porvenir de lo que al presente vemos; y no dejemos por esto de rogar a Dios por ellos. Para decirlo en pocas palabras, no condenemos a muerte eterna a la persona que está en manos y en la voluntad de Dios; únicamente estimemos las obras de cada uno según la Palabra de Dios.
Si seguimos esta regla hemos de atenernos más bien a la sentencia y juicio de Dios, que al nuestro. No nos arroguemos la autoridad de juzgar, si no queremos limitar la potencia de Dios y dictar leyes a su misericordia; pues siempre que quiere cambia y muda a los más perversos en santos y recibe en la Iglesia los que son extraños a ella. Y esto lo hace el Señor para frustrar la opinión de los hombres y reprimir su temeridad; la cual, si no es reprimida, se atreve a atribuirse mayor autoridad de la que le compete.

10. En qué sentido la Iglesia liga a los pecadores
En cuanto a lo que Cristo promete: que será ligado en el cielo lo que los suyos hubieren ligado en la tierra (Mat. 18:18), con estas palabras limité la autoridad de ligar a las censuras de la Iglesia, por las cuales los que son excomulgados no son colocados en perpetua ruina y desesperación; sino que al ver que su vida y costumbres son condenadas, al mismo tiempo quedan advertidos de su propia condenación, si no se arrepienten. Porque la diferencia que hay entre anatema (o execración) y excomunión consiste en que el anatema no deja esperanza alguna de perdón y entrega al hombre y lo destina a muerte eterna; en cambio, la excomunión más bien castiga y corrige las costumbres. Y aunque también ella castiga al hombre, lo hace de tal manera que al avisarle de la condenación que le está preparada, lo llama a la salvación. Y si él obedece, a mano tiene la reconciliación y la vuelta a la comunión de la Iglesia. El anatema muy pocas veces o casi nunca se usa.
Por tanto, aunque la disciplina eclesiástica prohíba comunicar familiarmente y tener estrecha amistad con los excomulgados, sin embargo, hemos de procurar por todos los medios posibles que se conviertan a mejor vida, y se acojan a la compañía y unión de la iglesia, como el mismo Apóstol lo enseña: No lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano (2 Tes. 3:15). Si no se tiene este espíritu humanitario, tanto en particular como en general, se corre el peligro de que la disciplina se convierta pronto en oficio de verdugos.

11. En el amor, la disciplina debe siempre procurar la unidad de la Iglesia
También se requiere principalmente en la moderación de la disciplina, lo que San Agustín dice disputando contra los donatistas: que los particulares, si ven que los presbíteros no emplean la debida diligencia en corregir los vicios, no por eso se aparten en seguida de la iglesia; y tampoco que los pastores, si no pueden, como desearían, corregir todas las cosas que necesitan enmienda, no por eso se desentiendan del ministerio, ni perturben a toda la Iglesia con una insólita aspereza. Porque es muy gran verdad lo que escribe: que cualquiera que corrige lo que puede reprendiendo; o lo que no puede corregir lo excluye manteniendo el vínculo de la paz; o lo que, manteniendo el vínculo de la paz, no puede excluir, lo reprueba con equidad y lo soporta con firmeza éste dice que está libre de maldición y no es culpable del mal. (1) Y da la razón en otro lugar: Porque toda regla de disciplina eclesiástica debe siempre tener en cuenta la unión del espíritu en el vínculo de la paz; lo cual el Apóstol nos manda observarlo soportándonos los unos a los otros (Ef. 4:2-3); y si lo descuidamos, la medicina del castigo comienza a hacerse no sólo superflua, sino incluso perniciosa; y por tanto deja de ser medicina. Y continúa: El que diligentemente considera esto, ni en la conservación de la unión menosprecia la severidad de la disciplina, ni con el demasiado castigo rompe el vínculo de la concordia. (2)
Confiesa que no sólo los pastores deben procurar por su parte que no haya vicio alguno en la Iglesia, sino que cada uno en particular ha de procurarlo también; y no disimula que el que menosprecia amonestar, reprender y corregir a los malos, aunque no les favorezca ni peque con ellos, es culpable delante del Señor; y que si es persona con autoridad para privarlos del uso de los sacramentos, y no lo hace, ya no peca con pecado ajeno, sino con el suyo propio. Solamente quiere que se proceda en esto con prudencia, la cual exige también el Señor, a fin de que al arrancar la cizaña, no arranque también el trigo (Mt. 13,29). De aquí concluye san Cipriano: Castigue, pues, el hombre con misericordia lo que puede; y lo que no puede, súfralo con paciencia y llórelo con amor. (3)

1 Contra la Carta de Parmenión, lib. II, cap. I, 3.
2 Ibid., lib. III, cap. II.
3 Cartas, LIX, 16.

12. El rigor hipócrita de los donatistas y de los anabaptistas
En cuanto a san Agustín, dice esto por la austera severidad de los donatistas, quienes viendo que los obispos reprendían los vicios de palabra y que no los castigaban con la excomunión, creyendo que no hacían nada de este modo, descaradamente hablaban contra ellos, como traidores a la disciplina, y con un cisma se separaban de la compañía de Cristo. Así también actualmente lo hacen los anabaptistas, quienes no reconociendo por Iglesia de Cristo más que a la que resplandece con una perfección evangélica, so pretexto de celo destruyen cuanto está edificado.
Estas gentes, dice san Agustín, afectan, no por odio de los pecados ajenos, sino por el afán de sus disputas, atraer al pobre pueblo, o al menos separarlo, seduciéndolo con la jactancia de su nombre. Henchidos de orgullo, locos en su obstinación, cautelosos en calumniar, ansiosos de revueltas, para que no se vea claramente la luz que hay en ellos, se cubren con la sombra de una rigurosa severidad; y lo que la Escritura les manda hacer para corregir los vicios de sus hermanos con un moderado cuidado, manteniendo la sinceridad del amor y el vínculo de la paz, lo usurpan para cometer un sacrilegio y crear un cisma, dando ocasión de división en la Iglesia. (1)
He ahí cómo Satanás se trasfigura en ángel de luz (2 Cor. 11:14) cuando so pretexto de una justa severidad induce a una perversa crueldad, no deseando más que corromper y destruir el vínculo de la paz y de la unión; pues si esto permaneciera firme, todas las fuerzas de Satanás serían incapaces de causar daño alguno.

1 Contra la Carta de Parmenión, lib. III, cap, iv.

13. La severidad debe ser moderada por la misericordia
Después de haber dicho todo esto, san Agustín encarga particularmente que si todo un pueblo en general estuviese afectado de algún vicio, como de una enfermedad contagiosa, que se modere la severidad con la misericordia. Porque la separación es un consejo vano, pernicioso y sacrílego; y más perturba a los buenos que son débiles, que corrige a los malos decididos. Y lo que allí manda a los otros, lo hizo él fielmente. Porque, escribiendo a Aurelio, obispo de Cartago, se queja de que la embriaguez es muy común en África, cuando tan severamente es condenada en la Escritura; y exhorta a que se reúna un concilio provincial para poner remedio a ello. Y luego añade: Estas cosas, en mi opinión no se quitan con aspereza y severidad; más se consigue enseñando que mandando; exhortando que amenazando. Porque con la multitud, cuando peca, se ha de proceder así. La severidad se debe usar cuando el número de los que faltan no es tan grande. Sin embargo, no quiere decir que los obispos deban disimular y callar cuando no pueden castigar severamente los vicios públicos, como lo declara después; sino que quiere que la corrección se modere de tal manera que, en cuanto sea posible, cause bien al cuerpo, en vez de destrucción. Y así concluye diciendo: Por lo cual, aquel precepto del Apóstol de separar los malos no se debe menospreciar en modo alguno cuando se puede hacer sin violar la paz; pues no de otra manera quiso él que se procediese (1 Cor. 3:7); y asimismo se ha de cuidar también de que soportándonos los unos a los otros, procuremos conservar la unión del espíritu en vinculo de paz (Ef. 4:23). (1)
1 Contra la Carta de Parmenión, lib. III, cap. II, 15.


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